Episodio legendario de la batalla naval del rey Terón contra los gaditanos recogido por Macrobio, autor de época romana (siglo III d.c.), muy tardío al supuesto acontecimiento al que hace mencion.

Imagen idealizada del Herakleion ( templo de Herakles-Melkart )

HERAKLES / MELKART









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LA RUTA DE LOS 7 TEMPLOS

Próximamente os invitamos a descubrir una ruta mágica llena de encantos naturales, de fuerzas telúricas y restos del pasado sorprendentes llenos de misterio y leyenda...La Ruta de los 7 templos, un antiguo periplo costero de más de 2.500 años de antiguedad.
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" LA LUZ DEL PASADO SE TRANSFORMA EN LA LUZ DEL FUTURO "

Faro de la ciudad de Gades

Faro de la ciudad de Gades
Graffiti representando el faro de Gades y que apareció sobre una pared de una fábrica de salazones que estuvo activa desde el siglo I al siglo V d.c. Su tipología, de indudables reminiscencias mesopotámicas por su parecido a un zigurat, nos sugiere pensar, eso sí, sin ninguna prueba fehaciente ni tangible, que dicho monumento puede ser una edificación preexistente de la ciudad, antes de su fase romana y por tanto, creemos en la posibilidad de que su construcción y uso haya que situarlos en la época plenamente fenicia de la ciudad, habida cuenta de dos hechos incuestionables. Por un lado, el caracter fuertemente fenicio que seguía manteniendo la urbe aún en tiempos de César y por otro, la actividad propiamente marinera de los fenicios en general y de los gaditanos en particular, creadores de una verdadera talasocrácia en su radio de acción, el llamado Círculo del Estrecho.

Puellae gaditanae. Las sagradas bailarinas de Gades


La primera mención a las "Puellae gaditanae" se encuentra en Estrabón, que describe como, en el siglo II a.C, un marino griego natural de Cizyco, en Asia Menor, pero al servicio de los reyes ptolomeos, llamado Euxodos, embarcó desde Cádiz hacia otras partes del Atlántico (parece ser que a África), a muchachas de Gades como parte del contigente expedicionario para sus travesías, pero sin mencionar exactamente cuales eran las habilidades por las que se solicitaban sus servicios para tal empresa, pero debemos intuir que eran parte de aquellas "puellaes" famosas ya por su reputación de cantantes, bailarinas e instrumentistas.

La denominación por la que han pasado a la posteridad, es ciertamente el que le dieron los escritores romanos, aunque su origen, como hemos podido comprobar por la cita estraboniana, es muy anterior. Es consustancial a la ídiosincracia e impronta greco-fenicias que hasta bien entrado el periodo romano seguian imperando en la vieja Gadir, aunque evidentemente no sabemos como se las denominaría en lengua púnica o en griego, si es que tuvieron algún nombre, ni tampoco su vinculación más que probable en origen, a los ritos de Astarté del Mar y al concepto de protitución sagrada, de la cual, si hay constatación cultural en las metrópolis fenicias y en algunas ciudades griegas como Corinto y que estos mismos escritos de autores romanos dejan entrever al hablar de ellas y de sus bailes lascivos. Tan solo conservamos dos nombres propios de dichas bailarinas. Una se llamaba Teletusa y es mencionada tanto por un verso priapeo, como por los Epigramas de Marcial. El otro nombre que se nos ha conservado es el de Quincia, y sólo aparece mencionada en un verso priapeo.

Priapeo 19
" Si la trotacalles Teletusa, un día con la cadena al aire ( y agitando el vientre de aquí para allá) se te meneara moviendo el espinazo podría con tales artes, oh Príapo, no sólo conmoverte a tí, sino también al mismo hijastro de Fedra."
Priapeo 27
" Quincias, delícias del pueblo, conocidísima del Circo Magno, experta en menear sus vibrantes nalgas, deposita en ofrenda a Príapo los címbalos y crótalos, sus instrumentos de calentamiento, así como los tambores golpeados con firme mano. En compensación suplica ser siempre grata a los espectadores y que su público este siempre erecto como el dios."

El poeta romano, pero de origen celtíbero, en concreto de la ciudad de Bilbilis, Marcial, es el que más constancia escrita nos ha legado de dichas famosas "puellae gaditanae".

El poeta Juvenal, contemporáneo de Marcial, hace referencias similares, detallando que en sus bailes iban descendiendo hacia el suelo hasta tocarlo, lo que era muy aplaudido por la plebe. Otros autores constatan que las gaditanas cultivaban la poesía lírica (cantada) antes de la era cristiana.

En Roma, las bailarinas gaditanas eran tan famosas como las sirias e igualmente deseadas y excitantes en el baile y en el canto. Su presencia era obligada en muchos festines de Roma, de gentes alegres (Plin. 1.15). Marcial (VI.71) describe a una de ellas en los siguientes términos:

"Experta en adoptar posturas lascivas al son de las castañuelas béticas y en danzar según los ritmos de Gades, capaz de devolver el vigor a los miembros del viejo Pelias, y de abrasar al marido de Hécuba junto a la mismísima pira funeraria de Héctor. Teletusa consume y tortura a su antiguo dueño. La vendió como sirvienta y ahora la ha comprado para concubina. "

En Roma enseñaban los bailes y las canciones de Cádiz desvergonzados maestros de danza (1.41). Marcial (XIV.203) describe esta danza:

"Su cuerpo, ondulando muellemente, se presta a tan dulce estremecimiento, a tan provocativas actitudes, que harían masturbarse al casto Hipólito. "

Juvenal (Sat. XI. 162 ss) confirma esta descripción de Marcial al escribir:

"Acaso esperes muchachas gaditanas que en coro se pongan a entonar lascivos cantos de su país y enardecidas por los aplausos, exageren sus temblorosos movimientos de cadera, y las jóvenes esposas que, tendidas junto al marido, contemplan este espectáculo que sólo contado en su presencia debiera ya ruborizarlas. Son acicates de unos deseos languidecientes y estímulos apremiantes de nuestros ricos. Mayor es, sin embargo, esta voluptuosidad en el otro sexo, que se excita con más viveza y, pronto al placer que se mete por ojos y orejas, provoca la incontinencia. Estas diversiones no caben en mi casa. Escuche esos repiquetees de castañuelas, esas palabras que ni siquiera pronunciaría el esclavo desnudo que permanece en el maloliente lupanar; gócese con esos gritos obscenos y con todo refinamiento del placer aquél que ensucia con sus vomitonas el mosaico lacedemonio; nosotros perdonamos esos gustos a la Fortuna. "

Marcial (V.78) invita a su amigo Toranio a una comida en su casa, pero le advierte que no animará el festín con bailarinas gaditanas:

"Modesta es mi cena. (¿Quién podría negarlo?), pero no tendrás que fingir ni recibir lisonjas y reposarás tranquilo en tu lecho con el habitual semblante. El dueño de la casa no te leerá un grueso volumen ni muchachas procedentes de la disoluta Gades moverán ante tí, en larga comezón de placer, sus caderas lascivas con rebuscados estremecimientos. Oirás, en cambio, la flauta del joven Cóndilo que tocará melodías ni solemnes ni sin gracia. "

El canturrear en Roma canciones licenciosas de Egipto o de Cádiz, que ponían de moda las bailarinas gaditanas, era prueba de ser un afeminado, según Marcial (111.63):

"Catilo, eres un afeminado, muchos dicen eso y oigo. Pero dime, ¿qué es un afeminado? Un afeminado es el que peina sus cabellos con estudiada afectación; el que siempre huele a
bálsamo y a cinamono; el que canturrea tonadas del Nilo o de Gades; el que mueve sus brazos depilados en cadencias variadas, el que se pasa la vida sentado entre mujeres y siempre les susurra algo al oído; el que les lee misivas de unos y de otros y redacta las contestaciones; el que las evita que las estropee el vestido el codo del vecino; el que sabe los trapicheos amorosos de unos y de otros; el que va de convite en convite y conoce a fondo la genealogía del caballo Hirpino. "

Marcial da el nombre y la actuación de una de estas bailarinas gaditanas; se llamaba
Teletusa. Está descrita en VI.71, y a ella dedica otros epigramas (VIII.51). Marcial espera la llegada de Teletusa para beber en su compañía:

"¡Qué primoroso trabajo en esta copa! ¿Es del hábil
Mis o de Mirón? ¿Se ve la mano de Mentón o la tuya, Polícleto? Ningún vapor la ensombrece y no rechaza las pruebas del fuego. El ámbar auténtico resplandece menos que este rubio metal y la pureza de su plata aventaja al níveo blancor del marfil. El arte no cede a la materia: así la Luna redondea su disco cuando en su espléndido plenilunio brilla en el cielo como una lámpara translúcida. Erguido aparece el cordero del vellocino de oro que el hijo de Eolo envió al tebano Frixo su hermana hubiese deseado ser transportada por él. No osaría trasquilarle el pastor Cínifo y tú mismo, Baco, querrías que despuntase tu vid. Un amorcillo con su par de doradas alas cabalga sobre sus lomos y en sus tiernos labios suena la flauta de loto de Palas. Así un delfín gozoso de escuchar a Arión de Metimna transportó sobre las tranquilas aguas tan melodiosa carga.
Que no sea un esclavo de la turba doméstica el que colme de néctar este espléndido regalo, sino tu mano,
Casto; tú que eres honor de mi festín, escancia el vino de Setía; me parece que el Amorcillo y el propio cordero tienen sed de él. Que las letras que forman el nombre de Instancio Rufo nos den otras tantas libaciones; pues que él es el que me ha dado tan precioso regalo. Si viene Teletusa y me trae los goces prometidos me reservaré para mi amada bebiendo los cuatro vasos de las letras de tu nombre, Rufo; pero si ella vacila beberé siete vasos. Y si traiciona su amor, para ahogar mis penas, me beberé tu dos nombres juntos.
"

Más arriba hemos mencionado la posibilidad de la vinculación de las "puellae" a los ritos de prostitución sagrada y a Astarté del Mar, probabilidad más que razonable. Pero de lo que si no existe duda, es que desde al menos el siglo V a.c. se celebraba en la ciudad fenicia de Gadir un festival en honor a la diosa Isis, un festival importado evidentemente de Egipto y que en época romana era denominado como "Navigium Isidis", festival que como comentamos tenía una amplia devoción y antiguedad en la urbe gaditana.

Un ejemplo ilustrativo y excepcional de dicho festival se nos ha conservado integro dentro del capítulo XI de la obra del siglo II d.c. de Lucio Apuleyo, titulada " El Asno de oro". Una obra llena del sincretismo místico y mágico imperante en la época y que creemos es interesante reproducir en su integridad, para asi percibir el desarrollo completo de ese festival y como tendría lugar en la ciudad de Gades con la participación de sus "puellae", y también porque además en el texto deja claramente expresado el sincretismo de la diosa Isis con otras tantas diosas del panteón mediterráneo, una de cuyas exponentes más excelsas, aparte de la propia Isis, es la Astarté que tanta importancia adquirió su culto y su templo en diversas ciudades fenicias del mediterráneo, como por ejemplo, Kitión y Paphos en Chipre, de donde era originaria y la misma Gadir.

Por último y sin entrar en ningún tipo de controversia al respecto, véase y compruébese cuanta similitud en algunos de sus aspectos y parafernalia externa, entre este culto del "Navigium Isidis" y la actual devoción y celebración de la Virgen del Carmen del 25 de Julio de nuestro calendario.


EL ASNO DE ORO. LUCIO APULEYO

LIBRO XI

I _ Lucio cuenta que, llegado a Senecras, vio la Luna después del primer sueño, y le pidió que le volviese a su prístina forma de hombre.
Habiéndome despertado, por un súbito terror, casi a la primera vigilia de la noche, veo que toda la tierra se encuentra completamente llena de la completa claridad de una Luna en completo plenilunio, cuyo disco emergía entonces de las aguas del mar.
Al hallar el silencioso misterio de la oscura noche, seguro también de que aquella excelsa diosa ejercía su majestad soberana, y de que todas las cosas humanas se regían por su providencia, y que no tan sólo los animales domésticos y los salvajes, sino también los objetos inanimados, subsistían por la influencia divina de su luz y de su poder; que sobre la tierra, en lo alto de los cielos y en las profundidades del mar, los mismos cuerpos ahora aumentan, ahora disminuyen, siguiendo el proceso de su incremento o de su descenso; saturado ya sin duda mi destino por mis innumerables y tan grandes calamidades, y proporcionándome, aunque tardíamente, una esperanza de salvación, decidí dirigir mis súplicas a la augusta imagen de la diosa que estaba presente.
Y sacudiéndome rápidamente el aturdimiento del sueño, me levanto alegre y contento; en seguida, por el deseo de purificarme, me entrego al baño de mar. Sumergiendo mi cabeza por siete veces consecutivas, porque aquel divino Pitágoras manifestó que éste número era principalmente apropiadísimo para los ritos, con ánimo alegre y gozoso, bañado en lágrimas mi rostro, yo ruego así a la poderosa diosa:
"Reina del Cielo, ya seas tú Ceres, la madre e inventora de las mieses, que, llena de alegría por haber encontrado a tu hija, desterrando la salvaje comida de la bellota, enseñando al hombre una comida suave y apetitosa, ahora habitas los campos de Eleusis; ya seas la celestial Venus, que en los albores del mundo, al engendrar al Amor, uniste a los dos sexos y, propagada la especie humana con una perpetua descendencia, ahora eres venerada en el santuario de Pafos, al que el mar rodea ; ya seas la hermana de Febo, que, protegiendo a las mujeres encintas y a sus frutos, has formado tantos pueblos y ahora eres reverenciada en los magníficos templos de Efeso; ya seas Prosperina, terrible por tus alaridos nocturnos, con tu triple forma reprimiendo a las sombras impacientes y a las que encierra las entrañas de la tierra, al recorrer tantos bosques, eres honrada con diversos cultos; tú, que, iluminando todas las murallas con ese resplandor femenino y que nutres las preciadas simientes con la potencia de la humedad y que dispensas una cálida luz al ausentarse el sol en sus giros; cualquiera que sea tu nombre, tu rito o figura, es justo invocarte; asísteme tú en mis extremas penalidades desde ahora en adelante, vuelve ya benévola e invariable a mi suerte, concede una tregua y una paz a mis terribles penalidades por las que he pasado. Basta ya de fatigas y peligros. Aparta de mí esta terrible envoltura de cuadrúpedo. Devuélveme a la presencia de los míos; devuélveme a mi forma de Lucio. Y sí, a causa de que la tengo ofendida, me persigue una divinidad con su inexorable crueldad, que se permita morir si no se me permite vivir. "
Elevadas mis súplicas de este modo y añadidos a ellas mis tristes lamentos, de nuevo en aquel mismo lugar, invadiéndome, un sopor se apoderó de mi alma abatida.
No había acabado de cerrar los ojos, cuando he aquí que de entre las olas se alzó una divina faz, capaz de infundir respeto a los mismos dioses. Y poco a poco, la imagen fue adquiriendo el cuerpo entero y me pareció que, emergiendo del mar, se colocó a mi lado. Intentaré describiros su maravillosa hermosura, si la pobreza del lenguaje humano me concede la suficiente facultad de expresión o si la misma divinidad me proporciona la rica abundancia de su elocuente facundia.
Primero, tenía una abundante y larga cabellera, ligeramente ensortijada y extendida confusamente sobre el divino cuello, que flotaba con abandono. Una corona de variadas flores adornaba la altura de la cabeza, delante de la cual, sobre la frente, una plaquita circular en forma de espejo despedía una luz blanca, queriendo indicar la Luna. A derecha e izquierda este adorno estaba sostenido por dos flexibles víboras, de erguidas cabezas, y por dos espigas de trigo, que se mecían por encima de la frente.
El divino cuerpo estaba cubierto de un vestido multicolor, de fino lino, ora brillante con la blancura del lirio, ora con el oro del azafrán, ora con el rojo de la rosa.
Pero lo que más atrajo mis miradas fue un manto muy negro, resplandeciente de negro brillo, ceñido al cuerpo, que bajaba del hombro derecho por debajo del costado izquierdo, retornando al hombro izquierdo a manera de escudo. Uno de los extremos pendía con muchos pliegues artísticamente dispuestos y estaba rematado por una serie de nudos en flecos que se movían del modo más gracioso.
Por la bordada extremidad, y en el fondo del mismo, brillaban estrellas y, en el centro la luna en plenilunio resplandecía con fúlgidos rayos. No obstante esto, en toda la extensión de tan extraordinaria capa aparecía sin interrupción una guirnalda de toda clase de flores y frutos.
La diosa llevaba, además, muchos atributos bien distintos unos de otros: en su mano derecha un sistro de bronce, cuya fina lámina, curvada a modo de tahalí, estaba atravesada en el centro por tres varillitas que al agitarse por el movimiento del brazo, emitían un agudo tintineo. De su mano izquierda pendía una naveta de oro, cuyas asas, en su parte más saliente, dejaban salir un áspid, con la alzada cabeza de cuello hinchado con demasía.
Cubrían sus divinos pies unas sandalias tejidas de hojas de palmera, árbol de la victoria.
Presentándose de tal guisa y exhalando los deliciosos perfumes de Arabia, se dignó hablarme de este modo con su voz divina:
"He aquí, Lucio, que me presento a ti, movida por tus súplicas, yo, la madre de la Naturaleza, señora de todos los elementos, origen y principio de los siglos, divinidad suprema, reina de los manes, primera de entre los habitantes del cielo, representación genuina de dioses y diosas. Con mi voluntad gobierno la luminosa bóveda del cielo, los saludables soplos del Océano, los desolados silencios del Infierno. Y todo el orbe reverencia mi exclusivo poder, bajo formas diversas, honrándolo con cultos de distintas advocaciones.
Los frigios, primeros seres de la tierra, me llamaban la diosa de Pesinunte, madre de todos los dioses. Aquí, los áticos autóctonos, la Minerva de Cecrops. Allá, los habitantes de Chipre batida por las olas, la Venus de Pafos.
Entre los cretenses, hábiles en disparar flechas, soy Diana Díctina. Para los sicilianos, que hablan tres idiomas, yo soy la diosa Prosperina Estigia. Los habitantes de Eleusis me llaman la antigua diosa Ceres. Unos, Juno, otros, Belona. Estos, Hécate. aquéllos, Ramnusia. Y los etíopes, los primeros en ver la luz del Sol naciente, los de ambas, y los egipcios, que sobresalen por su antiguo saber, venerándome en su culto particular, me llaman reina Isis.
Presencio tus desgracias y acudo favorable y propicia. Deja ya de llorar y de lamentarte, expulsa ya toda tristeza. Ya brilla para ti el día de salvación, gracias a mi providencia. Por consiguiente, escucha con mucha atención y cuidado las órdenes que te voy a dar:
Una devoción inmemorial me ha dedicado el día que sigue a esta noche, cuando mis sacerdotes, calmadas ya las borrascas del invierno y apaciguadas las impetuosas olas del mar, siendo ya navegable, me consagran una nave nueva, como para poner el comercio bajo mi protección.
No deberás esperar esta ceremonia con inquietud ni con pensamientos profanos; porque, a una indicación mía, el sacerdote, con sus vestiduras solemnes y adornos, llevará una corona de rosas, sujeta al sistro que tendrá en su mano derecha. Así, pues, sin vacilación, separándote de la curiosa multitud, ve a unirte a mi cortejo con mucho celo, confiando en mí tu voluntad.
Tú te acercarás con mansedumbre al sacerdote. Luego, como queriendo besarle la mano, apodérate de las rosas, despójate en seguida de la piel de este detestable animal que desde muchísimo tiempo me es odioso. No tengas miedo de nada como cosa difícil de realizarse. Pues en ese mismo instante yo acudo a ti, y te me hago visible, y yo ordeno a mi sacerdote, mientras reposa, lo que debe hacerse después. Por orden mía, la apiñada multitud del acompañamiento te hará paso. Y en medio de esta jubilosa ceremonia y espectáculos festivos, ninguno te mostrará aversión por esa deformidad que llevas, así como tampoco nadie pensará en acusarte malignamente por tu repentina metamorfosis.
Mas, por encima de todo nada olvides, y que se grabe en lo más hondo de tu corazón este pensamiento: recuerda que lo que te resta de vida hasta el último suspiro lo tienes que consagrar a mí. Y es justo que, cuando por el favor de una diosa hayas vuelto entre los hombres, le debas todo el resto de tu vida.
Vivirás feliz, vivirás lleno de gloria bajo mi protección; y cuando, habiendo cumplido el tiempo de tu destino, hayas descendido a los Infiernos, allí también, en ese hemisferio subterráneo, me encontrarás brillando en medio de las tinieblas del Aquerón, reinando sobre las mansiones de la Estigia, y tú, cuando habites los Campos Elíseos, me reverenciarás asiduamente como protectora tuya.
Pero si, con culto piadoso y esmerado acatamiento y perseverante castidad, te haces digno de mi favor poderoso, sabrás que a mí tan sólo compete el prolongar tus días de vida más allá de lo que está destinado".
Terminado que hubo así el venerable oráculo, la invencible deidad se replegó sobre sí misma.

II Describe una solemne procesión de la diosa Isis, durante la cual, tomando las rosas de manos del sacerdote, el asno se volvió hombre.
Cuando me desperté, al instante y sin detenerme, me levanté lleno de temor y alegría, empapado en sudor y profundamente admirado de la tan clara aparición de la poderosa diosa, y, bañándome en el mar y atento mi pensamiento en las grandes órdenes, iba recordando todas sus advertencias de una manera ordenada.
Sin tardar, disipadas ya las tinieblas de la noche, se alzó el dorado Sol, y he aquí que, con un apresuramiento religioso y verdaderamente triunfal, los grupos de personas llenan las plazas públicas.
Me parecía que todo se estaba impregnado de tan grande alegría, aparte de la mía, que sentía como que respiraban satisfacción y felicidad los animales, las casas e incluso el aspecto del día. Pues al intenso frío de la noche había sucedido de repente una temperatura agradable y dulce, un día soleado; de modo que todas la avecillas canoras, seducidas por el ambiente primaveral, entonaban sus trinos delicados, homenajeando así a la madre de los astros y de los siglos, señora del universo entero.
¿Qué más? Los mismos árboles, tanto los de abundante fruto, como los estériles que sólo dan sombra, con su primer follaje embellecidos, daban un agradable murmullo de ramas agitadas como brazos. Callado el fragor de las tormentas, apaciguado el torbellino de las encrespadas olas, el mar había venido a arrimarse plácidamente a las orillas. El cielo, limpio de toda nube, calentaba con el brillo de su propia luz.
He aquí que avanzan poco a poco los primeros del cortejo, llevando vistosos motivos de sus promesas y deseos. Uno, ceñido con tahalí, representaba a un soldado; otro de corta clámide, machete y flechas, a un cazador; aquel, con borceguíes dorados, con vestido de seda y aderezos preciosos y cabellera postiza, con pasos cortos remedaba una mujer. Otro, con sus grebas, escudo, casco y una espada, parecía como salido de una lucha de gladiadores. Hubo quien representaba a un magistrado con las faces y el vestido de púrpura; no faltaba quien representaba a un filósofo con su capa, báculo, sandalias y barba de macho cabrío; ni quienes, según las diversas cañas que llevaba, o con liga, o con anzuelo, representaba a cazadores de pájaros o a pescadores.
También vi a una osa, ya domada, que, vestía como una matrona, llevada en una litera; y a una mona que, con un casquete bordado y unas telas erigías de color azafrán, representaba al joven pastor Ganímedes, el de la capa de oro; y así mismo iba un asno con unas alas pegadas, junto a un viejo achacoso, de modo que, tomándoles por Belerofonte y Pegaso, ambos provocaban a risa.
Tras estas alegres mascaradas que circulaban por las calles repletas de público, ya se ponía en movimiento la pompa especial de la diosa protectora. Mujeres vestidas de blanco, coronadas de guirnaldas primaverales, con aire alegre, portadoras de diversos atributos, iban con flores que sacaban del regazo alfombrando el camino por donde pasaba la sagrada comitiva; otra, con brillantes espejos puestos al revés sobre sus espaldas, mostraban a la diosa el respeto de la multitud que seguía: algunas, llevando unos peines de marfil, con el movimiento de sus brazos y flexión de sus dedos, hacían ademanes de peinar y arreglar los cabellos de su reina, y, por fin, otras, derramando gota a gota un precioso bálsamo y diversos perfumes, rociaban las plazas y las calles.
Había además un crecido número de personas de ambos sexos que portaban lámparas, cirios y otras luces, para propiciar por estos emblemas luminosos a la diosa de los astros que brillan en el firmamento. A continuación, deliciosas sinfonías, zampoñas y flautas dejaban oír sus dulcísimos acordes.
Después venía un agradable coro de una juventud distinguida, vestidos con ropas de elevado precio, blancas como nieve, que repetían un gracioso cántico compuesto por un hábil poeta bajo inspiración de las musas, y mientras se preludiaban los mejores votos.
Iban también entre ellos los flautistas consagrados al gran Sarapis, quienes, con la flauta ladeada hacia su oreja derecha, entonaban una y otra vez el cántico que acostumbran a tocar en el templo de este dios; y la mayoría iba advirtiendo que dejaran expedito el paso a los misterios o imágenes sagradas.
Entonces afluían los grupos de personas iniciadas en los divinos misterios, hombres y mujeres de toda condición y edad, vestidos con tela de lino de una blancura deslumbrante. Las mujeres llevaban un velo transparente sobre sus cabellos perfumados en abundancia, los hombres iban con la cabeza completamente rasurada, astros terrenales del gran culto por el brillo de sus cabezas, que con sus sistros de bronce, de plata e incluso de oro dejaban oír un rintintín armonioso.
En cuanto a los sacerdotes de las ceremonias religiosas, esos ilustres personajes, ceñido el pecho con una vestidura blanca de lino, ajustada también a todo el cuerpo y larga hasta los pies, llevaban los augustos símbolos de las poderosas divinidades.
El primero portaba una lámpara de la más viva claridad, que en nada se parecía a las que iluminan nuestras cenas, sino que consistía en una naveta de oro, que de su centro arrojaba una llama grande e intensa.
El segundo, vestido de modo similar, llevaba en la mano dos altares llamados socorros, a los que dio nombre propio la providencia protectora de la gran diosa.
Iba un tercero llevando una palma de oro con hojas artísticamente labradas y también el caduceo de Mercurio.
El cuarto iba mostrando el símbolo de la justicia, figurado por un brazo izquierdo con la mano abierta, habiéndose escogido la izquierda, porque, con su genuina pereza, su poca habilidad y mínima destreza, parecía más propia de la justicia que la derecha; llevaba también un pequeño vaso de oro, redondo, en forma de teta, con el cual hacía libaciones de leche.
Un quinto llevaba un harnero de oro con hojas y ramitas de laurel, y otro llevaba un ánfora.
En seguida, tras ellos, avanzan los dioses que permiten ser llevados por pies humanos.
El primero, una imagen monstruosa, era el intermediario divino que va del cielo a los infiernos, y cuya imagen es a veces sombría, a veces dorada, y lleva en alto su enorme cabeza de perro, Anubis; en su izquierda, un caduceo, y en la derecha, una palma verde que agita.
Tras sus huellas seguía una vaca levantada sobre sus patas traseras, emblema de la fertilidad, representando a la fecunda diosa. Esta vaca iba apoyada sobre la espalda de uno de los sagrados sacerdotes, el cual avanzaba lleno de majestad. Otro llevaba un cesto en donde se hallaban los misterios y que ocultaba a las miradas profanas los secretos de la sublime tradición. Otro conducía en su feliz seno la venerable efigie de la más alta divinidad, la cual ni se parecía a ningún animal doméstico de cuatro patas, ni a un pájaro, ni a ningún animal salvaje, ni siquiera a un ser humano; pero ese símbolo era señal de un profundo culto y por su novedad le infundía más veneración; estaba hecho de oro brillante depositado en una urnita, muy artísticamente vaciada, toda redonda su base y por fuera enriquecida con maravillosos jeroglíficos de los egipcios. Su orificio, no muy elevado, se extendía en forma de pico largo por un lado y por otro llevaba una asa en prolongada curva, sobre la cual había un ensortijado nudo formado por un áspid que alzaba su escamosa cabeza con la hinchazón de su cuello estriado.
Y he aquí que se acercaba el momento de los favores que me había prometido, así como el destino, aquella divinidad bienhechora. Se acerca el sacerdote que lleva mi salvación, adornado con lo ordenado en la divina promesa, llevando en su mano derecha el sistro de la diosa con la corona destinada para mí, corona, por Hércules!, merecida. Porque después de soportar tan grandes fatigas, de haber pasado tantos peligros, por providencia de la más grande de las diosas iba a salir triunfante de mi lucha con la despiadada fortuna. Y, sin embargo, emocionado por el repentino gozo, no me lancé con impetuosa carrera, temiendo, ciertamente, que con la repentina irrupción de cuadrúpedo se turbara el apacible orden de la ceremonia, sino que, avanzando con paso sosegado y completamente humano, ladeando poco a poco mi cuerpo por entre la multitud, y apartándose esta, sin duda por inspiración divina, yo me acerco insensiblemente. Y el sacerdote, como pude darme cuenta, prevenido por el oráculo de la noche anterior y admirándose de la exactitud del favor que se le había ordenado, se detuvo al instante. Fue el primero que extendió su mano y acercó a mi boca la corona que llevaba. Entonces lleno de una emoción que hacía palpitar mi corazón con fuerza extraordinaria, cogiendo ávidamente con la boca su corona, que brillaba con aquellas rosas frescas, la devoré con ansia irrefrenable.
Y no me engañó la promesa divina. Al instante se me quita aquella deforme envoltura de bestia. Primero cae el pelo horrible y en seguida la gruesa piel. Disminuye la obesidad del vientre, y en la planta de los pies, por entre los cascos, aparecen los dedos. Mis manos ya no son pies, sino que se alargan para las funciones de una persona en actitud erguida; el cuello pierde se excesiva largura; el rostro y la cabeza toman su forma redonda; las enormes orejas vuelven a su primitiva pequeñez; los dientes como piedras adquieren la medida humana, y ya desapareció la cola, que antes era lo que más me atormentaba y humillaba.
El pueblo no salía de su asombre. Los de alma religiosa reverenciaban tan evidente poder de la más grande divinidad, y aquel prodigio como se ve en los sueños, y esa metamorfosis, operada con tanta facilidad, y con clara y unísona voz, levantaban las manos al cielo, dando testimonio del distinguido favor de la diosa.
Yo, mientras tanto, sobrecogido de gran temor, permanecía en silencio, no pudiendo mi alma abarcar aquel repentino y extraordinario gozo. No sabía por dónde empezar a hablar, en qué términos debía comenzar a recuperar esa facultad del habla que había renacido en mí, con qué palabras daría principio, con qué y con cuantas palabras debía agradecer mi transformación a tan grande diosa.
Sea como fuere, el sacerdote, como había conocido por aviso divino todas mis calamidades desde el principio, aunque también él se hallaba emocionado por el milagro, mandó, con un ademán expresivo, que en primer lugar se me diera un lienzo de lino para cubrirme. Pues tan pronto como el asno me había despojado de su nefasto envoltorio, yo, apretando mis muslos y poniendo mis manos delante de mis partes pudorosamente, hacía lo posible para cubrir mi desnudez con un velo natural. Entonces uno de los piadosos que iban en el cortejo, quitándose rápidamente la túnica, me la puso apresuradamente sobre lo hombros.
Hecho esto, el sacerdote, mirándome con el rostro lleno de humanidad y admiración, me habló de este modo:
"Por fin, Lucio, has llegado a un puerto de Tranquilidad y ante el altar de la Misericordia, después de haber pasado por muchas pruebas, tras las grandes tempestades y asaltos de la Fortuna.
Ni tu nacimiento, ni tu posición social, ni la instrucción recibida te aprovecharon para nada, sino que, arrastrado, por la fogosidad de tu juventud, a unos placeres serviles, recibiste el desdichado premio de tu malsana curiosidad.
Mas al fin, la ciega Fortuna, que te ha perseguido con los más terribles peligros, te ha conducido, sin preverlo, con sus mismos rigores, hasta esta piadosa felicidad. Que vaya ahora y se cebe con su terrible furia contra otra víctima que busque para su crueldad; porque no ha lugar para sus furiosos embates contra aquellos cuyas vidas han quedado bajo la protección de la poderosa diosa por haber entrado a su servicio.
¿De que le han valido a la abominable Fortuna los ladrones, las fieras, la esclavitud, esos caminos ásperos, tortuosos e impracticables, y el mismo miedo a la muerte? Has entrado bajo la tutela de la Fortuna, que ya no es ciega, sino que ve, que también ilumina a los demás dioses con el resplandor de su luz.
Toma ya un aire de gozo y que esté de acuerdo con la blancura de la vestidura que llevas ; acompaña con paso resuelto de triunfo al cortejo de la diosa que te ha salvado. Que los impíos vean; vean y reconozcan su error.
He aquí a Lucio, que, libre de sus antiguas desdichas, gozando de la protección de la gran Isis, triunfa de su propia fortuna. No obstante, para que tengas más seguridad y te veas más protegido, entrega tu nombre a nuestra milicia piadosa, como anoche te pedía la diosa. Ofrécete ya al culto de nuestra tradición y abraza voluntariamente su yugo.
Pues cuando hayas empezado a servir a la diosa, entonces apreciarás más el fruto de tu libertad. "
Habiéndome hablado así en nombre de la diosa, el egregio sacerdote, anhelante y fatigado, se calló. En seguida, mezclándome con la piadosa multitud, yo iba siguiendo al cortejo sagrado. Reconocido por todos los ciudadanos, era señalado con los dedos y con gestos. Todos hablaban de mí, diciendo:
"La augusta y poderosa diosa le ha vuelto hoy a la forma humana. Feliz, ¡por Hércules!, y mil veces dichoso mortal, que por la inocencia y probidad de su vida anterior ha merecido del cielo una protección tan señalada; para que, nacido de nuevo en cierto modo, se entregue al culto de su divinidad. "
Avanzando poco a poco entre estos comentarios y en medio del tumulto de las festivas devociones, ya nos aproximamos a la orilla del mar y llegamos a aquel mismo lugar en que el día antes mi asno había estado.
Una vez colocadas allí las imágenes de los dioses según el orden del ritual, su sumo sacerdote, acercándose a una nave construida muy artísticamente, con profusión de magníficas pinturas alrededor, purificándola lo más reverentemente posible con una antorcha encendida, un huevo y azufre, y pronunciando sus castos labios solemnes preces, le dio el nombre de la diosa, y la consagró a ella. La blanca vela de esta embarcación feliz ostentaba una inscripción en oro, que expresaba el deseo de una próspera navegación en su primer viaje.
Se iza el mástil, que era un pino entero redondeado a la perfección, no menos brillante que alto y cuya cofa era extremadamente hermosa; resplandecía en su popa un ganso de oro con su cuello ondulado, y toda la carena, de madera de limonero pulimentada con gran belleza y esmero, despedía gran resplandor.
Entonces todos los ciudadanos, tanto los iniciados como los profanos, llevan a porfía harneros cargados de aromas y otras ofrendas piadosas y hacen libaciones arrojando sobre las olas unas gachas hechas con leche, hasta que la nave, llena de innumerables presentes y favorables objetos de devoción, sueltos los cables que la retenían al áncora, se adentra en el mar, a favor de un viento suave y propicio.
Luego que de ella no queda más que un punto en lontananza, los portadores de los objetos sagrados, recogiendo de nuevo lo que cada uno había traído, reemprenden con júbilo y con el mismo ceremonial el camino del templo.
Llegado al templo el sumo sacerdote, los que delante de él llevan las imágenes sagradas y los que anteriormente ya habían sido iniciados en los venerados misterios, reunidos en el santuario de la diosa, disponen convenientemente las imágenes, que parecían respirar. Entonces uno de ellos, al que todos llamaban "el Escriba", que estaba de pie ante la puerta, llamados como a una asamblea de los "Pastóforos" (nombre del sagrado colegio), al instante, recitando de un libro los favorables votos para el gran emperador, para el Senado y para todo el pueblo romano, navegantes y naves que surcan el mar bajo la protección de nuestro imperio, dice a continuación estas palabras según el rito griego: Retírense los pueblos.
Y al decir esto y levantarse una aclamación de los presentes, se dio a entender que la ceremonia había resultado agradable para todos. Luego de esto, los ciudadanos, transportados de alegría, traen ramas de olivo en flor, manojos de hierbas sagradas y guirnaldas de flores; luego de besar los pies de la diosa, que estaba esculpida en plata y se hallaba colocada enun estrado, regresan a sus lares.
Sin embargo, mi alma, que no me permitía alejarme de allí ni el espacio de una uña, y con mis ojos fijos en la imagen de la diosa, iba recordando mis pasadas aventuras.




2 comentarios:

Anónimo dijo...

hola, me ha parecido interesantisimo tu artículo de las puellae gaditanae. soy antropologa mexicana y bailarina. me gustaría saber si el artículo es tuyo o cual es la bibliografía, también si eres arqueologo o que onda. me ha encantado mucho lo que has escrito. saludos cordiales, diana barrón.

Francisco J. Rodriguez-Andrade dijo...

Gracias por tu comentario. Sí, el artículo es mío, al igual que prácticamente todos los publicados, a menos que sea referenciar alguna notícia de interés. Soy historiador,investigo preferentemente el mundo antiguo. Para más datos, están expuestos en mi perfil. Gracias de nuevo por tu interés y espero que te gusten más cosas que se iran poniendo con el tiempo en torno al pasado de Cádiz.